El arte de la memoria (novela)

XIV

Ordené que iniciáramos el ataque, de modo que todos descendimos a menos de quinientos metros, y dimos comienzo al bombardeo, extrañados de no tener a un escuadrón de cazas tras de nosotros. Las explosiones parecían indicar que habíamos hecho el mayor daño posible, aunque a costa de dos cazas derribados en pleno bombardeo y el mío que iba perdiendo maniobrabilidad sin posibilidades de ganar altura, hasta que en realidad perdí el control y el avión fue a enterrarse en las arenas del desierto. Apenas si tuve el tiempo suficiente para abandonarlo y correr unos cuantos metros antes de que hiciera explosión, quedándome unos minutos con el rostro pegado a las arenas ya no tan cálidas, enfriadas por el viento del atardecer, pensando que el pueblo no debía de estar lejos y lo que acabábamos de arrasar era sin duda alguna un puesto de vigilancia, lo cual parecía significar que la guerra se había iniciado de manera irremediable. Me quité la chaqueta de piel y el paracaídas, donde encontré algunas cosas útiles, como una cantimplora con agua, dos barras de chocolate, una bengala, un mapa y un botiquín, todo muy compacto y que pude acomodar en los bolsillos de la chaqueta y comencé a caminar hacia el pueblo, a cuyas afueras llegué como a eso de las ocho de la noche, mucho más tarde de lo que me hubiera imaginado. Al fondo se veía el viejo sitio arqueológico, custodiado por soldados de la Armada Negra, lo cual parecía indicar que conocían la importancia del lugar, y no sé por qué, sentía como si en aquella hora todos, el piloto, el escritor, el reportero, Masanobu, Jaffé, incluso Turner, estuvieran pendientes de lo que fuera a ocurrir en aquel momento, como si en mitad de una crisis política la gente, desprovista por completo de información, diera rienda suelta a toda clase de especulaciones. Sabía más o menos dónde y cuándo estaba, pero me daba cuenta también de que había algo que no encajaba o más correcto sería decir que encajaba de manera distinta, no como si el mundo que mis ojos contemplaran contuviera algo que pareciera estar de más, sino más bien que ese algo, sin agregarle nada, había modificado sus cualidades hasta convertirlo en otra cosa que, en apariencia, era todavía el mismo, algo, una suerte de densidad suprema, de oscura profundidad que por alguna razón estaba presente, como si yo la hubiera llevado conmigo. En realidad no comprendía lo que hacía cuando decididamente dije tienzot, moviéndome como una pluma tratando de vencer una corriente de aire caliente en las tinieblas olorosas a madera de una recámara con el sol de la tarde iluminando la danza de las partículas de polvo como comparsas de la pluma irisada de verdes, azules y rojos metálicos, viendo cómo el mundo a mi alrededor se paralizaba, y aunque tardara cinco, diez minutos, en avanzar una distancia realmente insignificante, contemplando a los soldados congelados en su tiempo lacayo del mío, entrando al sitio trasponiendo la empalizada que ahora parecía casi pintada de plateado bajo la luz de una enorme y amarillenta luna que se asomaba por encima del horizonte, como presagio del mundo en que los hombres vivirían varios milenios después de aquel momento en que continuaba corriendo hacia la olvidada edificación, en cuya entrada vi una figura que me parecía ya inconfundible, distinguible entre millones de hombres que tuviera posibilidad de guardar algún tipo de parecido, con su blanco rostro cadavérico, con sus dientes brillando casi bajo la luna, agitando su fusil hasta que la repetición de la palabra dejó los tiempos nuevamente empalmados, moviéndose al mismo ritmo, y entonces me detuve, y comencé a caminar de la manera más sigilosa posible, y cuando estaba cerca de la entrada de la construcción, el Vaquero de Medianoche se perdió en las tinieblas totales de su interior, donde la luminosidad del astrolabio me permitió encontrar el camino sin tropezar en nada, pero no parecían haber rastros del Vaquero de Medianoche, y yo fui subiendo la escalerilla de metal imaginándome mi propio rostro iluminado por los mates resplandores amarillos y verdes de las esferas del astrolabio, sabiendo perfectamente que me rodeaba una especie de magia que probablemente todos debían de estar sintiendo en aquellos momentos, la sensación de que la vida, cualquier vida, en cualquier tiempo y lugar, tenía algo más importante aún que un propósito o una finalidad, acaso esa magia que todos sentíamos, que probablemente hubiera impedido a los soldados disparar contra mí de haberme visto escapar del lugar. Del herrumbroso metal tibio todavía parecían emanar suaves y lejanas notas de extrañas pero hermosas canciones que se enredaban en los filosos extremos de mis pensamientos, desgarrándose, desmenuzándose y sus porciones reconstruyéndose en nuevas configuraciones que se convertían con los años en nuevas canciones, llenas de maravillas, de recodos y de claves secretas como cualquiera otra que parece provenir del aire que revolotea y flota allá afuera, donde la noche avanza hacia su total profundidad, hacia ese universo primitivo hecho de materia oscura. Y sentí una extraña oleada de felicidad, tan súbita y potente como si me acabara de tomar de un solo trago un vodka triple, como cristalino y helado fuego tridestilado, sin poder evitar el sonreír al darme cuenta de que era Nochebuena, y aunque felices, todos sabían que debía ser de otra manera, sin entender por qué debía ser inevitable y eso, paradójicamente, teñía dulcemente de tristeza aquella felicidad tan grande y tan perfecta y, no obstante, tan bien merecida por todos los seres de la creación. Al llegar arriba una luz comenzó a parpadear débilmente en un tablero que parecía ofrecerse como un curioso acoplamiento en aquella continuidad interminable de tubos herrumbrosos y ahora también polvorientos. Oprimí la luz, que luego se tiñó de un verde intenso y nítido, casi como láser, y otras luces que parpadeaban a diferentes ritmos se encendieron en el resto del tablero. Volví a oprimir la luz y entonces todas las luces del tablero adquirieron un aspecto homogéneo y funcional, como si se tratara del panel de control de una indescifrable máquina que acabara de poner a funcionar y luego me quedé debatiéndome entre si debía de permanecer allí y esperar la mañana o arriesgarme y recorrer el pueblo. La palabra Nochebuena fue suficiente para que me decidiera, aunque en lo profundo sentía como si aquella decisión, aunque correcta, contuviera una suerte de catástrofe contenida en sus profundidades. Con recursos semejantes a los usados para entrar, así abandoné el viejo sitio arqueológico y me interné en las calles del pueblo, no tan desiertas, sin duda alguna debido a la festividad que todo el mundo, inclusive los soldados, deseaban celebrar, como movidos por una oscura superstición. No me quedó otro remedio que buscar asilo en casa de Masanobu, quien se encontraba haciendo algo parecido a un trabajo de traducción, convirtiendo papiros con densas inscripciones en sánscrito a elegantes hojas llenas de ideogramas japoneses, cuando me vio salir de detrás de un enorme armario metálico, y antes de que pudiera emitir cualquier expresión verbal de sorpresa le impuse silencio con un gesto y casi a rastras me acerqué a su escritorio, donde el té humeaba, fragante a limón, miel y canela, con negros y olorosos pedazos de cecina, como desgajados trozos de algodón oscuro con miel y barbacoa. Cómo entró, me preguntó en voz muy baja y le dije que no importaba, pero que había tenido que regresar. ¿Regresar? Eludí los escollos que representaba el tratar de hacer comprensible un término como la Noche, en un contexto como aquel, y simplemente le dije que la razón por la que no había funcionado es que las condiciones no eran las óptimas, que había algo que hacía falta. ¿Qué? No puedo explicarlo, pero lo cierto es que ha comenzado ya, que la luz del día nunca llegará porque de alguna manera, mientras todos estábamos viviendo un tiempo que no debíamos, el eclipse se llevaba a cabo y todos éramos ajenos a esto. Sé como evitarlo, pero no sé si tengamos tiempo para hacerlo. Le expliqué que las tinieblas se habían instalado de manera definitiva y que era necesario reunir al escritor, al periodista y al piloto en el antiguo sitio arqueológico, lo antes posible pero, en todo caso, mucho antes del amanecer. Nos quedan siete, ocho horas. Le expliqué que la única manera de hacerlo era robar un avión, viajar a la bahía y regresar con el piloto y el periodista, mientras que él buscaba la manera de reunirse con Jaffé y entre ambos lograran que el escritor llegara. ¿Sabe que una revolución está a punto de estallar y que puede que estalle esta noche? Le dije que si conseguíamos arreglar aquello muchas cosas cambiarían de manera inevitable. De momento necesitamos un distractor, algo que confunda a las tropas y nos permita perdernos. Yo me encargo de eso. ¿Está seguro? Le dije que en cuanto escuchara la música sonando a todo volumen debía escabullirse en busca de Jaffé. En vez de salir hacia la calle me dirigí de nuevo hacia el enorme armario, ante la inquietud de Masanobu quien me preguntó a dónde cree que va, y le dije que cerrara los ojos, que contara hasta seis y que luego los abriera, y que para entonces yo ya no estaría allí. tienzot. Había una buena cantidad de radios, en apariencia sonando a todo volumen en mitad de la calle, cerca de los puestos de vigilancia, lo suficiente como para mantenerles ocupados por un buen rato, y alertar también a la gente creando un poco de caos. Pero resulta que ni siquiera fue necesario robar un avión puesto que todos se encontraban en una ceremonia, en el mismo templo, escuchando la exhortación y luego la reminiscencia, antes de entregarnos al gozo de los cánticos. Y mientras del coro salían los versos de Wayne Newton cantando danke schoen, y casi podía ver las verdes e interminables colinas brillando y emitiendo infinidad de arco iris al bañar los fuertes rayos del sol la hierba empapada de clara lluvia, en la flamenca tarde de un domingo a un paso casi del otoño, hasta que una mano me roza el hombro y un japonés canoso y con anteojos me dice permiso, para que le permita pasar, y se sienta, haciéndome una reverencia mientras murmura la palabra secreta que no es tal, porque entiendo lo que me dice y es que están aquí y le digo que vamos a hablar y ambos volteamos la cara de nuevo hacia el escenario, donde, como un director de orquesta ebrio, el hombre de negro da algunos pasos medio atolondrados antes de continuar moviendo los brazos hacia una orquesta imaginaria, mientras el coro entonaba esa canción que era como una taza de té en una lluviosa noche de un aburrido domingo en un mundo aparentemente sin horizontes, en un callejón sin salida que en realidad es el pórtico, el estado previo antes de la gran explosión que unificará las fuerzas dentro de algunas eras. Entretanto, sin embargo, había trabado ya conocimiento con algunos hechos que acaso pudieron haber sido más evidentes pero que para mí se habían pasado por alto de manera completa, comprendiendo que la razón de que tuviera conmigo el astrolabio era para poder sortear situaciones como aquellas, sin necesidad ya de tienzot. Era un poco complicado, algo así como usar una regla de cálculo, pero que, una vez ajustada de la manera adecuada, permitía un momento como aquel en que, de un lado, Masanobu, Jaffé y yo, permanecíamos de pie, mirando hacia ese otro lado donde el piloto, el reportero y el escritor nos miraban de idéntica manera, mientras que el mundo fuera de nosotros permanecía congelado. Salimos a la calle y les dije que la idea era llegar cuanto antes al viejo sitio arqueológico y que una vez reunidos les diría lo que debíamos de hacer. ¿Así? Miré la esfera del astrolabio, donde un círculo de estrellas se movía como un resorte en sentido inverso, y deduje que nos quedaban como unos quince minutos. Habrá que separarnos y esperar que no ocurra nada y que no despertemos sospechas. De alguna manera terminamos yéndonos en parejas y por precaución le dije a Masanobu que debíamos buscar las calles del centro aunque ello significara más rodeos y una marcha más larga. Sin mayores inconvenientes fuimos llegando entre las dos y las tres de la madrugada y una vez en el interior de la construcción, como antes iluminado nada más que por los resplandores dorados y esmeraldinos del astrolabio, les expliqué que el escritor, el piloto y el reportero debían penetrar al Tabernáculo y buscar un lugar lo más apartado posible en donde pudieran estar los tres, inmóviles y tratando de no romper el contacto de sus manos. ¿Y luego? Les doy cinco minutos exactamente, luego, yo entro al Tabernáculo y creo que luego de eso ninguno de nosotros tendrá que preocuparse y en la mañana toda la gente del pueblo verá el amanecer más dulce y más hermoso que sus ojos han contemplado y luego, no sé, pero sí sé que la Noche va a ser un plano muy distinto al que recién había conocido y ya dejado para llevar a cabo el intermedio de aquella aventura que llegaba a su fin ahora que los tres individuos penetraban al tabernáculo, mientras en el reloj del astrolabio una de las agujas caminaba lentamente en reversa, ahora a casi la mitad de su camino hacia lo inevitable, hacia la anomalía corregida, haciendo que la máquina volviera a funcionar aparentemente de manera normal. Le dije a Masanobu y a Jaffé que debían de permanecer afuera, que luego podían buscar un lugar en el interior, pero que era indispensable que durmieran allí y que cuando despertaran todo aquello ya no importaría mucho, por lo menos durante un buen tiempo y, si todo salía bien, de manera definitiva, diciendo aquello último con una convicción automática que me sorprendió y que ahora me parecía un poco como esas promesas apresuradas que luego se transforman en una obsesión. Una vez que salieron, y poco después de que hubieran pasado los cinco minutos, también yo penetré al Tabernáculo, descendiendo hasta el fondo de un foso rodeado por malla de alambre y con pequeñas sirenas giratorias, amarillas, rojas y azules iluminando de trecho en trecho, siguiendo luego por uno de los tres pasajes, llegando después de una distancia que me pareció un poco larga hasta otro foso que lucía más oscuro que cualquier otro pasaje encontrado antes, como si no tuviera fin o condujera al estado de las tinieblas absolutas. Pensé que después de todo no era tan mal recurso, de modo que casi sonriendo dije tienzot una vez más y como si penetrara en las densas aguas de un mar muerto, me precipité hacia abajo, hacia el vacío, y muy pronto me hundí por completo en las sombras, hacia el corazón de las tinieblas, donde nos alcanzaron los lejanos relámpagos de la metamorfosis y el retorno, si es que podía llamarle de aquella manera.

Deja un comentario